Estou
lendo El Valor de Educar (publicado
no Brasil em 2005 pela Editora Planeta, com o título de O Valor de Educar), do espanhol Fernando Savater, uma obra muito
interessante sobre o papel da educação escolar na formação das pessoas, a
função da família nesse processo e, principalmente, sobre a importância da educação
para uma sociedade civilizada.
Durante a leitura do início da obra
percebi, infelizmente, que a condição do professor brasileiro parece ser compartilhada
por docentes de países do mundo desenvolvido, como a Espanha. O autor afirma:
“Incluso existe en España ese dicharacho
aterrador de «pasar más hambre que un maestro de escuela»... En los
talking-shows televisivos o en las tertulias radiofónicas rara vez se invita a
un maestro: ¡para qué, pobrecillos! Y cuando se debaten presupuestos
ministeriales, aunque de vez en cuando se habla retóricamente de dignificar el
magisterio (un poco con cierto tonillo entre paternal y caritativo), las
mayores inversiones se da por hecho que deben ser para la enseñanza superior.
Claro, la enseñanza superior debe contar con más recursos que la enseñanza...
¿inferior?
Todo
esto es un auténtico disparate. Quienes asumen que los maestros son algo así
como «fracasados» deberían concluir entonces que la sociedad democrática en que
vivimos es también un fracaso. Porque todos los demás que intentamos formar a
los ciudadanos e ilustrarlos, cuantos apelamos al desarrollo de la
investigación científica, la creación artística o el debate racional de las
cuestiones públicas dependemos necesariamente del trabajo previo de los
maestros.”
Savater também argumenta que as famílias
são indispensáveis na formação das crianças e adolescentes, embora muitas vezes
os pais deleguem essa função integralmente às escolas. As famílias, nas
palavras do espanhol, estão envolvidas em uma crise de autoridade:
“La autoridad en la familia debería servir
para ayudar a crecer a los miembros más jóvenes, configurando del modo más
afectuoso posible lo que en jerga psicoanalítica llamaremos su «principio de
realidad». Este principio, como es sabido, implica la capacidad de restringir
las propias apetencias en vista de las de los demás, y aplazar o templar la
satisfacción de algunos placeres inmediatos en vistas al cumplimiento de
objetivos recomendables a largo plazo.”
O autor trata também de um tema
frequentemente esquecido ou relegado ao segundo plano quando se fala em
educação hoje, a disciplina:
“¿Es preciso recordar que no es posible
ningún proceso educativo sin algo de disciplina? En este punto coinciden la
experiencia de los primitivos o los antiguos, la de los modernos y la de los
contemporáneos, por mucho que puedan diferir en otros aspectos. La propia
etimología latina de la palabra (que proviene de discipulina, compuesto a su
vez de discis, enseñar, y la voz que nombra a los niños,
pueripuella) vincula directamente a la disciplina con la enseñanza: se trata de
la exigencia que obliga al neófito a mantenerse atento al saber que se le propone
y a cumplir los ejercicios que requiere el aprendizaje. El término ha servido
para denominar también a las diversas destrezas y conocimientos que se aprenden
por este procedimiento: las matemáticas o la geografía son disciplinas cuyo
aprendizaje exige a su vez disciplina.”
“La autoridad ha sido abolida por los adultos
y ello sólo puede significar una cosa: que los adultos se rehúsan a asumir la
responsabilidad del mundo en el que han puesto a los niños.»”
A falta de disciplina também é evidente
quando a escola deixa de ser um local para aprimoramento pessoal e passa a ser
local de constante conflito:
“En ciudades como Nueva York, encontrar
voluntarios cualificados para el arriesgado puesto de maestro es dificilísimo y
hay que contentarse con el primer gladiador que se atreve a presentarse como
candidato; las clases se han reducido a duraciones inverosímiles —menos de
media hora en algunos casos— para que el permanente trasiego impida un
cansancio que puede traducirse en agresividad. Malcriados en la cultura
del zapping, que fomenta el picoteo
histérico entre programas, discos, etc., y les hace incapaces de ver o escuchar
nada de principio a fin, es difícil que
aguanten una clase completa de algo que no les apasione sin tregua y, aún peor,
les obligue a esforzarse un tanto. De modo que es el pobre profesor quien carga
con la peor parte, a menudo con riesgo de su integridad física. Por supuesto,
en gran parte estas situaciones semibélicas provienen de conflictos sociales de
los que la escuela no es responsable y que por tanto ella sola no puede
resolver, pero en cualquier caso es evidente que algo no marcha bien. La
infancia y la adolescencia están cada vez con mayor frecuencia inmersas en la
práctica de la violencia: en ciertos lugares padeciéndola, en otros
ejerciéndola y en no pocos lo uno y lo otro, sucesivamente. Dentro de este
panorama, la función humanizadora de la educación se convierte a veces en un
sueño impotente...”